El 6 noviembre de 1878, después de muchas experiencias peligrosas y desgarradoras, Alexander Mackay, un joven misionero escocés, llegó finalmente a su destino a orillas del lago Victoria, situado en la zona oriental de África, con el objetivo de convertir al cristianismo al soberano Mutesa I, un ser despiadado y cruel que gobernaba el reino de Buganda con mano de hierro y de espaldas a Jesucristo.
Sin embargo, aquel día, el siervo de Dios no fue el único extranjero que compareció ante Mutesa I y su corte. En el palacio del monarca africano se presentó un árabe que ofreció al gobernante intercambiar fardos de finas telas, armas y municiones por hombres, mujeres y niños. Entonces, el predicador recordó que Juan el Bautista, aunque le costó la cabeza, había reprendido al rey Herodes por su mal proceder.
Con seguridad, Mackay le preguntó al soberano: “¿Venderás a tus súbditos sabiendo que morirán prisioneros por un puñado de telas?”. Al instante, el traficante de esclavos frunció el ceño y los criados del rey se agitaron incómodos por las palabras del visitante. En aquel momento de tensión, Mutesa I despidió al musulmán y proclamó: “El hombre blanco tiene razón. Ya no venderé a mi gente como esclavos”.
SÓLIDOS CIMIENTOS
Nacido en la localidad escocesa de Rhynie, el 13 de octubre de 1849, Alexander fue un muchacho brillante y serio que entregó su corazón a Dios tan pronto descubrió el Evangelio por medio de las enseñanzas de sus padres. En su niñez, además, se emocionó y gozó con las historias que le contó su madre sobre las hazañas de los misioneros William Carey, Henry Martyn, Robert Moffat y David Livingstone.
A muy temprana edad, Mackay mostró, junto con su disposición para obedecer la Palabra de Dios, un interés particular por la construcción, la mecánica y la ingeniería. Su predilección por la edificación fue tal que mientras hablaba de Cristo y las buenas nuevas con los obreros que levantaban el templo de Rhynie no perdía la oportunidad de asegurar que en el futuro construiría carreteras para el Señor.
En 1867, luego de mudarse a la ciudad de Edimburgo, situada en la costa este de Escocia, el futuro predicador ingresó con honores a la Universidad de Edimburgo, donde recibió una rigurosa formación educativa por espacio de tres años. Posteriormente, aprendió de forma práctica ingeniería en los astilleros del puerto de la ciudad y en seguida se marchó a Alemania para profundizar sus conocimientos en construcciones.
El 12 de diciembre de 1875, mientras reflexionaba en Berlín respecto a su voluntad de trabajar para el Señor, encontró un ejemplar de un diario de Edimburgo y leyó una carta del explorador francés Linant de Bellefonds que le causó una gran emoción y enrumbó su llamado al servicio misionero. En la misiva, SEÑOR el aventurero revelaba que el rey Mutesa I de Buganda le había preguntado con insistencia sobre Dios.
LAS VÍAS DEL SEÑOR
Deseoso de seguir los pasos de Livingstone y Stanley, Alexander ofreció sus servicios a la Sociedad Misionera de la Iglesia (CMS), una entidad cristiana dedicada a evangelizar África y el Oriente, después de conocer la curiosidad de Mutesa I por el Altísimo. Cuarenta y cinco días más adelante, el 26 de enero de 1876, la CMS lo convocó para unirse al trabajo desplegado por este grupo en pro de la expansión de la Palabra.
El 27 de abril de 1876, junto con otros siete misioneros voluntarios, Mackay partió, desde el puerto inglés de Southampton, hacia las entrañas del continente africano con el propósito de predicar el Evangelio a todas las criaturas del mundo. Después de navegar por el océano Índico, su primera parada fue el archipiélago de Zanzíbar, enclavado frente a Tanzania, donde una fiebre severa resquebrajó su salud.
Una vez recuperado, el evangelizador se encargó de construir una vía para carretas de alrededor de 400 kilómetros que se extendió en medio de la jungla. Fue el inicio de una obra misionera que lo unió hasta el final de sus días con el suelo africano. Un quehacer que lo llevó a recorrer cerca de 1300 kilómetros para instalarse en Buganda, el mayor de los reinos tradicionales de la actual Uganda.
Desde su arribo, y bajo el amparo del Señor, el misionero buscó abrir el camino para la llegada de Cristo al África oriental. Varón laborioso, supo transmitir un mensaje de esperanza que le permitió relacionarse con los aldeanos y obtener la protección de Mutesa I. Además, montó una herrería, en la que fabricó utensilios y herramientas con sus propias manos, lo que le sirvió para ganarse el respeto de los nativos.
CONSTRUCTOR DE DIOS
Apodado el “Hombre blanco de trabajo” por los baganda debido a su afán por desarrollar tareas constructivas, el predicador desplegó un enorme cometido evangelístico que sirvió para revelar el amor de Jesús ante los ojos de los aborígenes. En su intención de ofrecer la Biblia a los principiantes en el cristianismo, enseñó a leer y escribir en idioma suajili a un grupo de personas ansiosas de conocer la Palabra.
Movido por el Todopoderoso, el escocés también tradujo grandes porciones del Nuevo Testamento que fueron a parar a manos de las almas que habían andado por la Tierra sin dirección alguna. Asimismo, su inclinación por la ingeniería y la construcción lo condujo a efectuar una serie de obras en beneficio de la comunidad, como la excavación de un pozo de agua o el diseño de artefactos para la agricultura.
Un día, mientras anunciaba el Evangelio en mitad de la selva, Mackay se entrevistó con un nativo llamado Sembera, quien le entregó una carta que había escrito con una lanza embadurnada con hollín. En el mensaje, el indígena le rogaba al ministro que lo bautizara porque creía en las palabras de Jesucristo. Esta fue una gran noticia para el evangelista, que pronto obtendría más ovejas para el redil del Salvador.
En su actividad diaria, Mackay no perdió jamás la oportunidad de condenar el tráfico de esclavos y denunciar los crímenes, las matanzas, las guerras y las atrocidades que se ejecutaban con la complacencia de Mutesa I, quien, poco a poco, se alejó de él. Su oposición a la maldad, como en los tiempos bíblicos, lo colocó igualmente en una difícil situación que lo expuso a tropezar con grandes rocas en su camino de la fe.
EVANGELIZADOR
El 18 de octubre de 1884, con la llegada al poder del rey Mwanga II luego de la muerte de su padre, Mutesa I, el reverendo empezó a vivir una etapa atroz en la que fue testigo de crueldades descomunales en contra de los seguidores de Dios. Ante sus ojos, el nuevo monarca y sus partidarios quemaron vivos a sus más cercanos colaboradores y a decenas de niños que habían optado por abrazar el cristianismo.
Odiado por su convicción evangélica, fue perseguido y condenado a soportar una existencia llena de privaciones y dificultades, como dormir en gallineros, pasar hambre por varios días o vivir a la intemperie soportando la lluvia o el sol. Empero, a él poco le importaron estas penurias y durante sus últimos días de vida nunca desfalleció en sus intentos de abrir una vía para Dios en el corazón de África.
Víctima de la malaria, Alexander Mackay falleció el 8 de febrero de 1890 a orillas del lago Victoria cuando todavía era un hombre joven. Su sacrificio de catorce años fue la base sobre la que se edificó el triunfo de la evangelización de Uganda. Gracias a sus esfuerzos en la construcción de un camino para el Señor, allí se adoptó la doctrina de Dios y se eliminó el yugo de la esclavitud en los albores del siglo XX.